Los servidores públicos destacan entre sus pares antes de trabajar para el Estado; luego, el sistema los engulle.
Este jueves, Antonio Beteta, secretario de Estado de Administraciones
Públicas, desataba la polémica cuando aseguraba que los funcionarios
debían empezar a olvidarse "del cafelito y de leer el periódico"
y ser más productivos. Inmediatamente se sucedieron las reacciones y
los foros de internet se llenaron de defensores y detractores de los
empleados públicos (con ventaja para estos últimos en muchas ocasiones).
Llama la atención que ésta sea la imagen que se tiene del funcionario
público en España. Imaginemos (por poner un ejemplo) a un joven de 23
años que, tras acabar la carrera de Derecho con unas grandes notas,
decide hacer la oposición de Inspector de Hacienda o Abogado del Estado.
Probablemente, tarde 4 ó 5 años en aprobar los exámenes y, cuando lo
haga, lo habrá hecho en dura pugna con varios miles de competidores. ¿Cómo puede ser que tenga tan mala prensa un
cuerpo formado por gente que es capaz de sacrificar varios años de su
mejor juventud en una tarea tan ingrata y dura como estudiar unas
oposiciones? ¿Qué ocurre: que ese inspector de Hacienda, trabajador e
industrioso durante la carrera y la oposición, se convierte por arte de
magia en un vago según aprueba los exámenes?
La realidad es que los funcionarios están entre los mejores de su especialidad.
Profesores, policías, médicos o inspectores de Hacienda: todos ellos
han pasado unas durísimas pruebas, superando a otros muchos jóvenes que
querían su mismo trabajo. Pero luego, las clínicas o los colegios
privados ofrecen un mejor servicio y de forma más eficaz que sus
competidores públicos. Y claro, la pregunta es evidente, ¿es culpa de la
persona o del sistema?
Las cifras de la función pública
Según el boletín del Registro Central de Personal en España hay 2.690.009 personas al servicio de las administraciones públicas españolas. De éstos, funcionarios propiamente dichos son 1.653.498
sumando Administración Central, comunidades autónomas, ayuntamientos,
diputaciones y universidades. El resto hasta los 2,69 millones de
empleados públicos, se reparte entre personal laboral y el denominado "otro personal". Además, a estos trabajadores hay que sumar el medio millón de "empleados fantasma"
que trabajan para el sector público (fundamentalmente empresas y otro
tipo de entes no controlados por el Registro Central de Personal).
- Funcionarios tipo A1: doctores, licenciados e ingenieros superiores
- Funcionarios tipo A2: diplomados, ingenieros técnicos
- Funcionarios tipo B: técnicos superiores (FP)
- Funcionarios tipo C1: bachilleratos
- Funcionarios tipo C2: graduados escolares
- Funcionarios tipo E: certificado de escolaridad
Unos exámenes muy duros
La preparación para unas oposiciones oscila entre los 9 meses
(especialmente en las de tipos C y E) y los 8 años para abogados del
Estado, cuerpo de registradores o jueces. En 2008 la Administración
española sacó a oposición 35.895 puestos de funcionarios
y se calcula que se presentaron unas 500.000 personas para cubrirlos.
Esto significa que, por cada nuevo funcionario, casi 14 aspirantes
quedan fuera.
Además, del coste del tiempo que han de emplear para sacar la oposición, los aspirantes gastan en ayuda a la formación y libros de texto.
Para oposiciones duras, como pueda ser la del cuerpo de Notarios o
Registradores, el material de estudio puede sobrepasar los 1.000 euros y
el gasto en preparadores y academias asciende a 12.600 euros (para una
media de 7 años de oposición). En cuanto al cuerpo de diplomático, los
preparadores son más caros y su coste puede ascender a los 24.000
euros (coste total para una media de 5 años de preparación). Es decir,
que los funcionarios que logran conseguir su plaza, son especialistas con una amplia formación y una alta cualificación para ejercer su puesto de trabajo.
Todos estos datos tienen su mejor reflejo en las estadísticas de aprobados por oposiciones. Por ejemplo, una persona que comience abogado del Estado, a los cinco años sólo tiene un 20% de posibilidades de haber aprobado;
por el contrario, un 16% aún sigue presentándose y un 64% ha
abandonado. Por lo tanto, los que aprueban no son sólo los más
preparados, sino también los más constantes.
La respuesta está en los incentivos
La pregunta que muchos pueden hacerse es ¿cómo puede ser que un colectivo tan preparado esté tan mal valorado por grandes sectores de la sociedad?
La respuesta es que el problema no es de los funcionarios, sino del
sistema en el que trabajan. La mayoría de los incentivos que acompañan a
la función pública perjudican a los buenos empleados y benefician a
los malos.
De hecho, viendo como está estructurada la Administración, lo
milagroso es que siga funcionando. Algo que, como recuerda un portavoz
de Fedeca (Federación de
Asociaciones de los Cuerpos Superiores de la Administración General del
Estado), ocurre fundamentalmente gracias a que la mayoría de los funcionarios siguen siendo "grandes profesionales" pese a todo lo que les rodea.
Sueldos y régimen disciplinario
La estructura salarial de la función pública determina que el sueldo
esté asociado al puesto, no al trabajador. Esto lo que significa es
que, a partir de un determinado nivel, un funcionario no puede ganar más
(exceptuando los trienios por antigüedad, que son una parte pequeña del
total del salario) por muy bien que lo haga. Todas las escalas de la
administración están capadas por arriba, lo que desincentiva a los mejores empleados.
Aunque hay una parte del sueldo de los funcionarios que se fija en
función de un concepto denominado "productividad", lo cierto es que esto
es un brindis al sol. Los sindicatos presionaron desde el principio
para que este tipo de complementos fueran iguales (o muy parecidos) para
todos los trabajadores de la misma escala o nivel. Por eso, la
realidad que se ha impuesto es que tanto los vagos como los cumplidores acaban cobrando casi lo mismo.
Esta estructura salarial se complementa con un régimen disciplinario prácticamente inexistente.
La razón por la que no se puede despedir a un funcionario es para
defenderlo del capricho de los políticos. Si fuese posible echar a un
trabajador público, entonces la administración no sería neutral (como en
teoría debería ser), sino que estaría en manos del gobierno de turno.
El problema es que este sistema, que tiene una lógica para
salvaguardar la figura del empleado público y su servicio al ciudadano,
se ha pervertido. Un alto funcionario de la administración central,
con varios trabajadores a su cargo, lo define así: "No puedo subir sueldos, ni bajarlos, ni echar a nadie, ni siquiera puedo abrir un expediente
sancionador. ¿Qué armas tengo de gestión de personal?". Este
funcionario de nivel 30 reconoce que la gran mayoría de sus subordinados
son "grandes trabajadores y cumplidores más allá de sus obligaciones".
Son una ínfima minoría los que pueden asociarse con el tópico del
funcionario que llega tarde y pasa de todo. Pero el sistema es "tan garantista" que "para echar a un funcionario tiene que matar a su jefe... y con testigos".
Las consecuencias
La primera consecuencia de este tipo de sistema es que algunos de los
mejores funcionarios, muchos de ellos con verdadera vocación de
servicio público, acaban yéndose. Esto es especialmente cierto en los
cuerpos superiores de la Administración Central del Estado. En algunos
de ellos el nivel de excedencias está alrededor del 30%
(es decir, uno de cada tres ha dejado su puesto para buscarse la vida
en la empresa). A partir de los 40 ó 45 años, una vez que ya ha llegado
a su nivel máximo, su única opción para ganar más es que el Gobierno
le nombre para un puesto de designación política (director general,
subsecretario...) o irse al sector privado.
Como explican desde Fedeca, "los consejos del Ibex están llenos de exfuncionarios"
(Pablo Isla, abogado del Estado y presidente de Inditex podría ser un
gran ejemplo). Los despachos de los ministerios están llenos de
historias de trabajadores del sector público que cobran en el sector
privado mucho más por puestos de menor responsabilidad. El tope máximo
impuesto por la normativa hace que el abanico salarial sea mucho menor
en la administración que en las empresas, lo que desincentiva
especialmente a los niveles más altos.
Pero no es sólo una cuestión de salarios. La Administración ha ido
acumulando cada vez más funciones y una consecuencia es que, como
explica otro alto funcionario, "de tanto abarcar, aprieta muy poco en las actividades propias del Estado".
Las dietas de los viajes son "miserables" (en palabras de un empleado
que las ha cobrado en muchas ocasiones), las noticias sobre policías y
guardias civiles que se pagan el material de su bolsillo no son
infrecuentes y los jueces y los fiscales están hartos de llevarse
enormes carpetas llenas de papeles a casa para finalizar allí los casos
(lo que tiene dos derivadas: que muchos de estos funcionarios tienen
que trabajar en su tiempo libre y que la administración de justicia
está lejos de integrarse en la sociedad de la información en pleno
siglo XXI).
D. SORIANO / L. F. QUINTERO 2012-04-14
Font: libremercado.com, 16/04/2012
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